La iglesia del olvido
Por Álvaro Ramis
Crecí en una Iglesia de la que era fácil sentirse orgulloso. Era la Iglesia de don Raúl, de don Carlos Gonzalez, de don Jorge Hourton, de don Enrique Alvear, de don Carlos Camus, de don Sergio Contreras. Una Iglesia en las antípodas de los obispos argentinos o españoles, que en el mejor de los casos cerraron los ojos ante el horror, cuando no derechamente lo empujaron. De esa Iglesia aprendí que ser católico era sinónimo de defender los derechos humanos, promover la justicia y optar siempre por lo pobres. La primera vez que escuché de censura, detenidos desaparecidos, ejecutados políticos, torturados, exiliados o relegados no fue en mi familia, sino en la parroquia, leyendo por casualidad la revista de la Vicaría de la Solidaridad, cuando tenía diez años. Me acuerdo de varias noches sin dormir luego de enterarme por esa vía de lo que nunca me habían comentado mis padres, y sentir que el país en el que me creía tan seguro no era más que una parodia de espantos. Fue como darse cuenta, de golpe, que el Chile de la televisión, de El Mercurio, incluso de una buena parte de mi familia, no era más que una caricatura, el decorado de un circo, los bastidores de una obra de terror. En medio de esa confusión, lo que me sostuvo fue aprender que Dios no era neutral en el Chile de Pinochet. Dios estaba con los perseguidos, quería que acabaran tantos sufrimientos, no le era indiferente la miseria y la penuria de la gente. Aunque no entendía todo lo que pasaba, a esa edad para mi estaba claro que el Dios cristiano no era un dios de componendas ni de falsos equilibrios.
Han pasado muchos años y las certezas de fe que esa Iglesia me regaló nunca me han abandonado. Sigo pensando que Dios no es neutral, ni ambiguo ni indiferente. Sin embargo, dudo que la Iglesia que me ayudó a entender eso sea la misma Iglesia que hoy aparece desfilando ante La Moneda para reclamar una anodina “mesa para todos” en la que se sienten los que nunca han reconocido culpa ni arrepentimiento por las atrocidades con las que cargan. Veo los rostros de don Alejandro Goic, de Cristián Precht y no puedo creerlo. ¿Tanto han cambiado los vientos en la curia, tan lejos han llegado los poderes de la nunciatura, tan dura es la presión de los “bienechores” empresariales? ¿Tan poco queda de la Iglesia valerosa y corajuda que conocimos? ¿Tan poca la decencia y tan corta la dignidad para dejarse usar para cumplir la promesa más impopular de la campaña presidencial? ¿O tanto el miedo a la irrelevancia y al olvido de los poderosos?
Como me ocurre a mi, creo que esta indignación le sobreviene a muchas personas. Amanda Jara, la hija de Víctor, lo compartía al decir que “es impresentable que la Iglesia se olvide del cardenal Silva Henríquez”. Es fácil entender que algunos de los nuevos obispos como Gonzalo Duarte o Juan Ignacio Gonzalez, que siempre defendieron a los genocidas y criminales pinochetistas, hagan estas proposiciones. Pero que las avalen quienes acompañaron los dolores de las víctimas, quienes les vieron a la cara en su hora más angustiosa, me parece infame.
Haber llevado a juicio a los sesenta condenados que hoy cumplen penas por crímenes atroces y alevosos, cometidos al amparo del Estado y sus recursos, ha sido un esfuerzo extenuante y desgastador que ha supuesto décadas para los familiares y las organizaciones que les han apoyado. Se trata de un número irrisorio de casos, que han contado con condiciones judiciales y carcelarias incomparables frente a la masa de presidiarios comunes que abarrotan las cárceles. La propuesta del Episcopado, junto con dar pié a que se reduzca este número de condenados a la mitad, permite que se apruebe, de manera encubierta, una ley de obediencia debida que deje fuera de los tribunales a oficiales de menor graduación que hoy están en proceso.
Si algo caracteriza al cristianismo es que exige definiciones. Jesús nunca evadió conflictos y supo resistir a las presiones de los poderes de su tiempo. Su delito capital fue proponer un Reino distinto al Imperio del César, lo que representaba un crimen de lesa majestad. Por eso su muerte no sólo es un acto de donación, sino el resultado de un tipo de práctica consecuente que acabó por detonar su asesinato judicial, por instigación del poder religioso. A pesar de la condena, Jesús fue fiel a si mismo, a su fe y a la justicia. ¿Puede la Iglesia chilena hoy decir lo mismo? ¿Puede anunciar con alguna credibilidad estos misterios?