LAS FUERZAS ARMADAS CHILENAS ANTE EL TRIBUNAL DE LA HISTORIA.

Extraído del: “Tercer Manifiesto de Historiadores.

(Enviado por Mario Gonzales, Osorno)

II De la mitificación de Augusto Pinochet y de “su” obra

Desde el siglo XIX, el Ejército y las Fuerzas Armadas nacionales han intervenido con violencia en los procesos y conflictos ciudadanos, pero no para construir una síntesis superior del conjunto de la comunidad nacional, sino para poner todo su poder de fuego en apoyo de uno de los bandos en pugna, y poner en aplastante derrota al bando opositor.

Es lo que hizo en 1830 el Ejército comandado por Joaquín Prieto y financiado por los mercaderes de Diego Portales: desterró, encarceló, exoneró, fusiló y descuartizó a los pipiolos, demócratas y federalistas (que habían obtenido en todas las elecciones, según Diego Barros Arana, sobre 60 % de los votos computados), y protegió la construcción de un Estado oligárquico, autoritario, librecambista y socialmente excluyente, el que, favorecido por nuevas intervenciones de la fuerza militar (contra ciertas facciones políticas o contra el movimiento obrero) logró ser mantenido, con leves cambios, hasta 1925.

Así se cubrió de soluciones militares la historia de Chile: en 1837 contra los sublevados que intentaron poner fin al régimen autoritario de Portales; en 1851 y 1859 contra los liberales que se levantaron en armas contra los herederos de ese mismo poder conservador; en 1891 mediante el alzamiento de la Armada contra el Presidente Balmaceda que dio origen a una guerra civil con una secuela de miles de muertos; en las matanzas obreras perpetradas por las Fuerzas Armadas y policiales en 1903 (Lota y Valparaíso), 1905 (Santiago), 1906 (Antofagasta), 1907 (Iquique), 1919 (Puerto Natales), 1920 (Punta Arenas), 1921 (San Gregorio) y 1925 (La Coruña). También pusieron su espada sobre la balanza los militares en 1924 y 1925 para cambiar el cuadro político e inaugurar una nueva forma de dominación destinada a contener el movimiento popular.

Volvieron a intervenir en el proceso ciudadano, aunque de modo no sangriento, entre 1924 y 1931, cuando deshicieron, reprimieron y marginaron bajo el mando del general Altamirano y del coronel Ibáñez todos los movimientos sociales (que configuraban la mayoría absoluta de la población) que exigían un Estado con preocupaciones sociales e industrialista, para imponer, en contraposición a eso, un Estado presidencialista, copia en muchos aspectos del establecido en 1833. En defensa de ese mismo Estado, las Fuerzas Armadas y policiales intervinieron violentamente en 1931 (“Pascua trágica” de Copiapó y Vallenar), 1934 (matanza de campesinos en Ranquil y Lonquimay, Alto Bío-Bío), 1938 (matanza del Seguro Obrero), 1939 (el “ariostazo” contra el gobierno del Frente Popular), 1946 (masacre de la Plaza Bulnes), 1957 (represión a las jornadas del 2 y 3 de abril), 1962 (masacre de la Población José María Caro de Santiago), 1966 (masacre del mineral El Salvador), 1969 (matanza de Puerto Montt) y en varios paros nacionales de trabajadores para someter a los movimientos populares.

Y no es necesario recordar su intervención en 1973, que aplastó brutalmente a la Izquierda (la cual sumaba en marzo de ese año el 43 % de la votación nacional) y al movimiento popular, para construir luego el Estado Neoliberal más extremista que existe en el mundo, y a costa de la represión más brutal conocida en Chile. Es evidente que las Fuerzas Armadas nacionales han actuado como una cuña divisoria en la comunidad ciudadana, al poner siempre su poder de fuego en apoyo de un mismo bando (oligárquico y librecambista), destruyendo por la violencia el bando opositor y su proyecto histórico respectivo. Así, han convertido, por la fuerza de las armas, a la comunidad ciudadana en una dicotomía de ganadores y perdedores, con el agregado de que estos últimos han constituido, de modo normal, la fuerza electoral mayoritaria (lo fueron los pipiolos contra Diego Portales, los liberales contra Manuel Montt, el movimiento popular contra Arturo Alessandri en 1924; lo fueron los demócratas y socialistas entre 1968 y 1973 y también, no obstante sus victorias electorales, los demócratas en general contra Augusto Pinochet y sus partidarios desde 1988).

De este modo, la memoria histórica de los chilenos ha sido, oficialmente y por la fuerza, escindida una y otra vez entre una memoria de vencedores (que han sido minorías) y otra de vencidos (que han sido mayorías). No es extraño, por tanto, que el Juicio de la Historia haya tendido a configurarse, no como la memoria (monumental) de lo hecho “colectivamente” por una comunidad de ciudadanos soberanos, sino como un pasado sujeto a un ácido debate entre juicios que renuevan una y otra vez los mitos de la victoria

y juicios mayoritarios que no pueden ser sino críticos, contestatarios y finalmente revolucionarios de los ciudadanos gravemente vulnerados por dicho golpe de victoria.

Los juicios de mitificación de los ganadores han esculpido siempre (con proverbial rudeza, pero infaltable éxito) el perfil de los “héroes de la patria” (cuyo rasgo común es haber sido dictatoriales y anti-demócratas, como fueron O”Higgins, Portales, Montt, Alessandri y Pinochet) y difundido por doquier la ideología suprema del “orden legal” (que no conlleva necesariamente la legitimidad) dictatorialmente establecido en su origen.

Al revés de ellos, los juicios críticos y revolucionarios de los perdedores no han logrado esculpir héroes nacionales (excepto los Presidentes empujados al suicidio) ni “estados de derecho”, pero sí han dado vida a una persistente cultura libertaria, como también a una tradición de heroísmo (e incluso martirio) social, que llena de sinergia las profundidades populares de la historia de Chile desde 1830 hasta el día de hoy. Para los perdedores, el Juicio de la Historia, por tanto, no es cuestión de mitos, ni materia de héroes, ni de estatuas, ni de defensa tenaz de constituciones políticas, sino un problema de resistencia, acción, creación, proyección y construcción (eficaz) de un sistema social más justo e igualitario.

O sea: se trata de un proceso abierto, que convoca cada vez más a los chilenos dispuestos a hacer valer su poder soberano.

La tendencia de los ganadores a imponer –a golpe de arma, a como dé lugar– los juicios de mitificación que tienen por objetivo legalizar la obra de una dictadura militar ha quedado en especial evidencia en los últimos años. Ha sido el mismo Ejército el que ha iniciado, una vez más, respecto de Pinochet, la imposición de esos juicios. Así, por ejemplo, el 5 de enero de 1996, el Alto Mando Institucional dejó constancia del siguiente Acuerdo Solemne:

“ACUERDO SOLEMNE En Santiago, a cinco días del mes de enero del año 1996”

El “Acuerdo Solemne” adoptado por el Alto Mando del Ejército de Chile en enero de 1996 es un ejemplo perfecto de cómo se construyen en Chile los “juicios de mitificación” y, también, de cómo el poder de fuego de la Nación (como “estructura de apoyo”) respalda la figura de un dictador, no sólo para que éste ingrese sano y salvo a “la galería de personajes más ilustres… de la historia patria”, sino también para que su obra –en este caso, el sistema neoliberal– pueda, por lo mismo, prevalecer contra los victimados, los jueces y los actuales opositores.

El “Acuerdo Solemne” fue no sólo una salvaguarda militar para evitar que la justicia formal condenara al dictador, asegurando su total impunidad, sino también para prevenir el Juicio de la Historia que puedan desarrollar los victimados y detractores contra la herencia que él dejó. En un sentido estrictamente histórico, el “Acuerdo Solemne” fue otro golpe de fuerza, ya no contra las personas de los perdedores y opositores, sino contra la memoria de éstos, y contra la revitalización de su soberanía.

Del mismo modo que el golpe militar de 1973 conglomeró en torno suyo a una excitada masa de civiles “seguidores” y “pinochetistas”, el reservado pero ostensible “Acuerdo Solemne” de 1996 los ha ido reuniendo de nuevo, esta vez para cantar a coro la mitificación del dictador y la perdurabilidad de “su” obra. Lo cual ha sido especialmente evidente tras la muerte de Augusto Pinochet, el 10 de diciembre de 2006 (Día Internacional de los Derechos Humanos). Detéctese esa armonía coral en las declaraciones que siguen:

– Sergio de Castro (Ministro de Economía 1975-1976 y de Hacienda 1976-1982, a El Mercurio, el 11 de diciembre de 2006, D2): Augusto Pinochet “fue un hombre de inteligencia superior… Su gran capacidad para tomar decisiones rápidas… le indicó aguardar el momento propicio para deponer al gobierno de la Unidad Popular… Su inteligencia analítica… le permitió captar rápidamente que en vez de producir para no importar… había que importar para poder exportar… Fue el mejor estadista de Chile del siglo XX”. Hermógenes Pérez de Arce al mismo diario y el mismo día: La imagen de Pinochet “desborda

la capacidad de perspectiva de sus contemporáneos… La economía abierta, las privatizaciones, la reforma provisional, la laboral y la minera fueron políticas suyas admiradas e imitadas… Su Constitución de 1980, aprobada por el pueblo, le dio un mandato adicional de ocho años, por lo cual mal puede ser llamado “dictador”… Fue el estadista chileno más importante y exitoso del siglo XX”.

– Hernán Büchi (Ministro de Hacienda 1985-1989 a El Mercurio, Santiago, 12 de diciembre de 2006, B2): Augusto Pinochet: “Demostró que era un verdadero estadista y… enfrentó la compleja tarea de refundar la economía chilena… Nadie esperaba del Presidente Pinochet y de su gobierno que refundara la economía chilena. Sin embargo, lo hizo y su obra explica nuestros éxitos posteriores… El gran acierto de la Concertación ha sido que ha mantenido las bases de una economía libre como la que entregó el gobierno militar”.

– Por su parte, en una declaración, la Sociedad de Fomento Fabril y la Confederación de la Producción y el Comercio, dijeron (La Nación, Santiago, 12 de diciembre de 2006, p.10): “Los industriales de Chile creemos relevante reconocer y valorar la importante contribución que en materia económica realizó el Gobierno del general Pinochet en aras a ordenar una economía que estaba desarticulada y semidestruida a comienzos de la década de los años“70”.

– General ® Toro Dávila (El Mercurio, Santiago, 13 de diciembre de 2006, C9):

“Como Presidente de la República, aplicó medidas ingeniosas, las que permitieron salir del caos y alcanzar mejores niveles de vida de la sociedad chilena… Será recordado como uno de los grandes estadistas del siglo XX”.

– Carlos Cáceres, Ministro de Hacienda 1983-1984 y del Interior 1988-1990, (El Mercurio, Santiago, 11 de diciembre de 2006, B24): “El legado que dejó Pinochet fue “la modernización que realizó del país y que se expresó en la apertura de espacios de oportunidad para todos los chilenos. Fue una transformación profunda de las instituciones del Estado, de la sociedad que, estoy seguro, va aperdurar a través del tiempo”.

Es evidente que estos juicios “sobrecargan” a Pinochet todos los “ajustes estructurales” aplicados en Chile entre 1973 y 1990 y toda la bonanza económica posterior a 1990, pero ninguno de los innumerables crímenes perpetrados durante los 17 años de dictadura. La mitificación de un dictador necesita que éste fagocite en su imagen histórica todas las “obras buenas” ocurridas en su tiempo, pero que expela a la vez toda la excreta humana de sus abusos: el héroe debe ser purificado, incluso de sí mismo.

La fuerza de esta fagocitación (personalización) es tan extrema, que llevó y lleva a ignorar las Fuerzas Armadas como institución dictatorial, y a subsumir en el anonimato histórico a todos sus colaboradores civiles.

Es que la tarea de mitificar para la posteridad la figura de un dictador requiere del eclipse colectivo de todos sus colaboradores, de cara a esa misma posteridad. Exige vaciarse de la conciencia propia para hacer de “él” (el Tata, o el Führer) el único gran protagonista de la historia. También exige ofrendar al héroe la identidad y las capacidades propias a través de un ritual fascista que necesita repetir frases de liturgia y ejecutar gesticulaciones que están más cerca de la histeria colectiva que del espíritu cívico de la verdadera ciudadanía. Algo que en los días posteriores a su deceso los seguidores de Pinochet exhibieron hasta la saciedad en los noticiarios de la TV.

La mitificación de un dictador, en tanto requiere extirpar su lado oscuro (o sea: su lado anti-cívico), deforma y maquilla su identidad verdadera, retuerce y cercena su ser real para mostrar la efigie histórica que sus seguidores (más que él mismo, tras su muerte) necesitan, para escudar sus afanes de privilegio anti-democrático. En suma: “miente”.

La labor de la Ciencia Histórica de filiación ciudadana (no mitificadora) consiste, por el contrario, en devolver al César (Pinochet) lo que es del César, y a Dios (el proceso histórico) lo que es de Dios. “Los hombres hacen la historia”, afirmaba Treitschke. “Depende de qué hombres estamos hablando –rectificarían algunos historiadores de oligárquica perspectiva– pues las elites vencedoras son las que, en realidad, la hacen”.

Numerosos líderes socialdemócratas ( que habían decidido ya que era urgente abandonar o reformar el modelo “industrial-fordista”, lo mismo que el “socialismo real”) apoyaron entonces a los políticos civiles chilenos para que se comprometieran en una “transición pactada”.

Y éstos, comprendiendo al punto que serían ellos los que administrarían un modelo que tendría un respaldo mundial, no dudaron un segundo en aceptar lo que se les propuso. Así, consumado el experimento a un punto en que se vislumbraban probabilidades de éxito, se efectuó la negociación, se cantó “la alegría ya viene” y, por fin, retornó la democracia al país. No es extraño entonces que, desde 1993, aproximadamente, comenzara a llegar a raudales el capital extranjero –en una magnitud que no había ocurrido durante la dictadura– asegurando por tanto el éxito triunfal del modelo neoliberal instalado en Chile. Era la guinda de una torta construida a gran costo. Encandilados, los políticos de la Concertación creyeron, incluso, que habían salvado al país en todos los planos.

b) Dictadura + Ley = ¿Democracia? Los procesos históricos son dialécticos y a menudo entrelazan en un tenso nudo político a fuerzas y movimientos opuestos, lo que ocurre, principalmente, en el plano estructural en que circulan las elites. Esto ha acontecido en Chile, sobre todo, entre las elites civiles y militares que han representado habitualmente los intereses del sector oligárquico de la población y las elites civiles que han representado normalmente las necesidades e intereses de los dos tercios populares de

la misma (entre 48 % como mínimo y 68 % como máximo).

Pues ha ocurrido que, por la intervención unilateral y fraccionalista de los militares, la minoría ha logrado imponer siempre el tipo de Estado y el tipo de Constitución que mejor interpreta sus intereses, sistema que, al concluir el período dictatorial o de “excepción”, de modo inevitable (legal) pasa a ser administrado por el bloque de mayoría, que triunfa invariablemente en las elecciones normales.

Ocurrió eso al constituirse el Estado independiente durante la dictadura de O’Higgins (que repelió los procesos electorales), quien fue depuesto en 1823 por la mayoría liberal, que gobernó el país hasta 1829 sin que hubiera podido establecer un régimen político democrático, por oposición de los pelucones. Sucedió de nuevo con la imposición del Estado Autoritario (oligárquico-pelucón) tras el golpe militar de 1830 (encabezado por Diego Portales y Joaquín Prieto), sistema que, después de las rebeliones armadas de 1851 y 1859, pasó a ser gobernado por la “fusión liberal conservadora”, la que, sin cambiar la Constitución de 1833, parlamentarizó (desarticuló) el Estado Autoritario de Portales.

Ocurrió por tercera vez con el Estado Liberal Presidencialista que el golpe militar de 1925 y la dictadura protegida de Arturo Alessandri Palma impusieron a las mayorías ciudadanas, las cuales, después de 1938, comenzaron a administrar ese Estado Liberal en una dirección desarrollista y revolucionaria, sin cambiar la Constitución de 1925.

Ocurrió de nuevo, por cuarta vez, cuando, desde 1990, la Concertación de Partidos por la Democracia (formada por políticos y ciudadanos contrarios a la Dictadura y partidarios de un Estado Nacional- Populista en el pasado), que recibe el 60 % de la votación, comenzó a administrar el sistema neoliberal heredado de la dictadura, sin cambiar en sustancia la Constitución de 1980.

Es imposible no concluir que las elites políticas y militares en Chile, pese a sus visiones aparentemente contrapuestas sobre el proyecto-país, han actuado siempre dentro de una “alianza dialéctica”, de facto, y del siguiente modo: por un lado, esa alianza se mueve en el sentido de, primero, excluir a la ciudadanía de la toma de decisiones cuando hay que construir dictatorialmente el Estado y, después, integrarla cuando hay que administrarlo tal cual quedó establecido por la Constitución dictatorial.

También trabaja, por otro lado, para asegurar la construcción y permanencia de un sistema de dominación, que adquiere distintas formas y que satisface los intereses de la minoría (nacional y extranjera) y subordina o pospone los de la mayoría (popular). Dicha alianza procede generalmente bajo formas de acción más o menos recurrentes:

a) los militares dan el golpe, estructuran constitucionalmente el Estado y el Mercado con ayuda de su contraparte civil (la derecha empresarial y política), y luego se retiran, para asumir su proclamado “rol profesional” de expectativa, mientras,

b) los “demócratas” se oponen ostensiblemente a todo golpismo (pero son derrotados sin falta), aceptan administrar –según la Constitución que encuentra ya hecha– el Estado que les traspasa su socio golpista y, al administrarlo, promueven públicamente su perfeccionamiento ”democrático”. Lo que harán con mucha publicidad hasta el momento en que el electorado mayoritario que los apoya exige ir más allá de los “mejoramientos cosméticos” (que nunca han resuelto ningún problema de fondo), para ir a cambios “estructurales”.

Claramente, todos los actores (de elite) involucrados en esta historia juegan a las escondidas: aparecen en el espacio público, hacen valer con gran aparato su presencia, pero luego se eclipsan, para que “el otro” ocupe libremente el escenario y desempeñe lo que sabe hacer. Uno (la camarilla militar golpista) quiere convencernos de que es lo que realmente “es” cuando no está arriba del escenario constitucional del poder; el otro (los administradores de la política “democrática”), que “es” lo que es, tanto cuando habla contra el golpismo, como cuando está legalmente administrando la herencia golpista arriba del escenario. Pero ninguno quiere ser, públicamente, lo que realmente “son” cuando construyen ese escenario (uno con violencia, el otro con oportunismo administrativo).

Se trata de un juego de máscaras destinado a confundir al “espectador” (en este caso, la ciudadanía). La astuta sabiduría histórica de las “dirigencias” que sólo se representan a sí mismas.

Santiago, abril de 2007.

www.elcuidadano.cl

2 opiniones en “LAS FUERZAS ARMADAS CHILENAS ANTE EL TRIBUNAL DE LA HISTORIA.”

  1. Leí completamente el articulo del Sr. Mario Gonzales, me parece que es la defensa de un derrotado, que le creyó a los marxistas que podían derrotar a las FF.AA chilenas, y quedarse con el poder absoluto, que a la larga tampoco lo administrarían ellos sino que la Unión Soviética de entonces.

  2. Oye, pero si faltaron más que eliminar.
    Fueron pocos, los peces gordos lamentablemente se arrancaron como perras.
    Ni perdón ni olvido.
    La lucha continua.

    Walter Foral Liebsch
    Chileno en Austria desde 1995

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